31/05/2025

San Agustín de Hipona: el tiempo


Durante las pasadas semanas, con ocasión de la exaltación al Papado del cardenal Prevost, se ha hecho referencia a su condición de religioso agustino, es decir, a su pertenencia a la Orden de San Agustín (Ordo Fratrum Sancti Augustini), lo que me ha sugerido interrumpir la línea habitual de este blog para traer aquí de entre las múltiples tesis que desarrolló San Agustín una que me parece particularmente fascinante, que es el estudio del tiempo.

Aurelio Agustín (354-430) nació en la entonces denominada población de Tagaste (en la provincia romana de Numidia) y que actualmente es Souk Ahras, en el norte de Argelia. Siempre se pone de manifiesto que fue hijo de un pagano -y alcohólico-, Patricio, y de una cristiana, Mónica, a la que conocemos como santa Mónica por sus virtudes, entre las que destaca haber conseguido la conversión de su marido al final de su vida, y la de su hijo, el cual tuvo un papel fundamental no solo en la historia de la Iglesia sino en la historia del pensamiento. Es tan relevante la obra de san Agustín que muchos tratados lo consideran el autor más influyente durante casi mil años, desde Aristóteles, fallecido en -322, hasta santo Tomás de Aquino, fallecido en 1274.

Tuvo, como veremos, una juventud disipada y con una amante cuyo nombre fue silenciado con la que convivió largo tiempo tuvo un hijo llamado Adeodato. Se interesó por las cuestiones filosóficas con la lectura del Hortensius1, de Cicerón, y al plantearse el problema del origen del mal, se unió a la secta maniquea, que lo explica sosteniendo que hay dos principios, el bueno, que es Dios, y el maligno, denominado Ahriman, que se enfrentan en una lucha eterna. Su ansia de saber le llevó a plantear sus dudas al obispo Fausto, que era un sabio maniqueo pero que no estuvo a la altura para dar respuestas satisfactorias a Agustín. Decepcionado con el maniqueísmo, se acercó a Plotino, que en su obra explica que el mal no es algo que tenga entidad propia sino que es privación, y la lectura de las cartas de san Pablo recomendada por san Ambrosio acabó de convencerlo, por lo que el mismo san Ambrosio lo bautizó en 386.

Establecido en Hipona, posteriormente denominada Bôna y en la actualidad Annaba, también en el norte de Argelia, fue ordenado sacerdote en 391 y en 395 obispo auxiliar de Hipona, de la que fue obispo titular poco después.

La caída de Roma en manos de los visigodos en 410 le inspiró la redacción de su obra cumbre, La ciudad de Dios2, en la que explica la visión cristiana de la historia y es el primer tratado sobre hermenéutica de la historia que conocemos. Dedicó esfuerzos a la lucha contra numerosas herejías, y escribió, desde luego, contra los maniqueos y también contra los pelagianos y contra los donatistas. Murió durante el asedio de Hipona por los vándalos.

Con toda seguridad, la obra más leída de san Agustín no es La ciudad de Dios, que es una obra muy extensa y de trabajosa lectura por la multitud de temas tratados y las frecuentes digresiones, sino sus Confesiones, que es una obra autobiográfica escrita en la mitad de su vida-como autobiografía es también la primera de la que tenemos noticia- en la que a lo largo de trece libros explica su proceso de conversión al cristianismo y se lamenta por su anterior vida disoluta. En varios pasajes explica con prosa contundente su anterior actitud ante la vida:

Llegué a Cartago. Y por todos los lados me rodeaba el fragor de la sartén de los amores inmorales. (...) Amar y ser amado me resultaba más grato si también gozaba del cuerpo de quien me amaba. Así pues, contaminaba el venero de la amistad con las basuras de la concupiscencia y empañaba su candor con el tártaro del deseo.3 (181-182)

 En ocasiones resultan sorprendentes las palabras de san Agustín:

Ahora bien, de joven, yo — ¡desgraciado de mí, enormemente desgraciado nada más comenzar la juventud!— había llegado a pedirte a ti la castidad y había dicho:

Concédeme castidad y continencia, pero no lo hagas todavía.

Temía, es cierto, que me hicieses pronto caso y me sanases pronto de la enfermedad de la concupiscencia, que prefería satisfacer antes que extinguir.4

Las Confesiones son íntegramente un diálogo con Dios. Ha sido una obra muy difundida y llama la atención que en algunas ediciones los libros XI, XII y XIII fueran suprimidos, probablemente porque en ellos desaparece el aspecto autobiográfico y tienen un contenido estrictamente teológico y filosófico5. La cuestión del tiempo se trata precisamente en el libro XI.

San Agustín considera que el tiempo no es algo absoluto e independiente que exista por sí mismo, sino algo que existe solo en la mente humana.

En el capítulo introductorio del libro XI, San Agustín parte del relato bíblico de la creación, que atribuye a Moisés como autor del Pentateuco, para pedirle a Dios entender cómo hizo en un principio el cielo y la tierra6. San Agustín reflexiona sobre el cambio, diciendo que opera sobre las cosas que existen, de modo que la mutación no trae nada que no existiera con anterioridad.

He aquí que existen el cielo y la tierra. Gritan que han sido hechos. Y es que cambian y varían. En cambio, en todo cuanto no ha sido hecho y, sin embargo, existe, no hay nada que no existiese previamente, que es en lo que consiste cambiar y variar. Gritan también que ellos no se hicieron a si mismos.7

Dice san Agustín que Dios no ha hecho el cielo ni en la tierra en el cielo y la tierra, ni en el aire, ni en las aguas, porque también estas pertenecen al cielo y a la tierra, ni en el mundo universo has hecho el mundo universo, porque no había lugar en el que pudiera hacerse antes de que se hiciera para así existir.

Y en tu mano no tenías nada de donde hicieras el cielo y la tierra.8

Las cosas existen, dice san Agustín, porque Dios existen, y existen porque Dios dijo que existieran9. Ahora bien, ¿cómo lo hizo? Porque si Dios dijo con palabras que se hicieran el cielo y la tierra, y se hizo así el cielo y la tierra, tenía que haber algo corpóreo anterior al cielo y a la tierra por cuyos movimientos temporales temporalmente fluyese aquella voz10. A esta objeción responde san Agustín diciendo que la palabra de Dios es sempiterna,

Tú; palabra que esta siendo dicha sempiternamente y con la que están siendo dichas sempiternamente todas las cosas. Porque no se acaba la que estaba siendo dicha y se dice otra para que puedan decirse todas, sino que todas lo son simultánea y sempiternamente. De otro modo ya habría tiempo y cambio, y no habría una verdadera eternidad ni una verdadera inmortalidad.11

Se pregunta a continuación san Agustín, repitiendo alguna de las objeciones de los maniqueos, qué hacía Dios antes de hacer el cielo y la tierra. Porque si estaba inactivo y no producía nada, ¿por qué no estuvo siempre así y continuó estando, tal como tuvo parada su obra hasta entonces? La objeción continúa exponiendo que si se produjo en Dios algún impulso nuevo y una voluntad nueva para dar origen a la creación, ¿cómo puede haber entonces una verdadera eternidad en donde aparece una voluntad que no existía? Si se ha originado algo en la sustancia de Dios que antes no existía, no se puede decir que aquella sustancia sea eterna. Al contrario, si la voluntad de Dios de que existiese la creación era sempiterna, ¿por qué no es sempiterna también la creación?12

San Agustín, al responder a la pregunta de qué hacía Dios antes de hacer el cielo y la tierra, trae a colación una frase -que no comparte- que dice:

Preparaba infiernos —dijo— para quienes escudriñan asuntos elevados.13

En su respuesta, san Agustín pone de manifiesto que es absurdo preguntarse por lo que hacía Dios antes de la creación, porque la pregunta supone la existencia de un antes y un después, es decir, del tiempo, que también fue creado. Decir que Dios tuvo la creación parada durante innumerables siglos es falso, porque los siglos, es decir, el espacio de tiempo, no existían.

Pues, ¿de dónde podían transcurrir innumerables siglos que Tú mismo todavía no habías hecho, siendo Tú el promotor y creador de todos los siglos? O ¿qué tiempos hubiese habido que no hubiesen sido originados por ti? ¿O de qué manera transcurrirían si nunca hubiesen existido? Así pues, ya que eres el artífice de todos los tiempos, si hubo algún tiempo antes de que hicieras el cielo y la tierra, ¿por qué se dice que tenías parada tu obra? De hecho, el propio tiempo lo habías hecho Tú, y era imposible que transcurriesen tiempos antes de que hicieras los tiempos. En cambio, si con anterioridad al cielo y a la tierra no había tiempo alguno, ¿por qué se pregunta qué es lo que hacías entonces? Y es que no había un ≪entonces≫ cuando no había tiempo.14

La eternidad de Dios significa que sus años están parados, todos a la vez, porque son estáticos y los que se van no son desplazados por los que vienen, porque no pasan. En cambio, los nuestros llegan a ser cuando los otros no existen.

Tus años son un solo día, y tu día no es un cada día sino un hoy, porque tu día de hoy no cede a un mañana ni, claro está, viene después de un ayer. Tu día de hoy es eternidad. (...)Y antes de todos los tiempos existes Tú. Y en otro tiempo no había tiempo.15

Una vez explicado qué es la eternidad, san Agustín se pregunta qué es el tiempo, que es una cosa muy cercana y conocida y que cuando hablamos de él sabemos a qué nos referimos y también lo sabemos cuando alguien nos habla de ello. Pero no es fácil la respuesta:

¿Qué es entonces el tiempo...? Si nadie me plantea la cuestión, lo sé. Si quisiera explicarla a quien la plantea, no lo sé.16

Todos tenemos experiencia del tiempo, pero a la hora de describirlo, de definirlo, aparecen las dificultades. San Agustín apunta que, al menos, sabe que si nada transcurriese, no habría tiempo pasado y que, si nada sobreviniese, no habría tiempo futuro y que, si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero esto da pie a una serie de cuestiones fundamentales:

Por lo tanto, esos dos tiempos, el pasado y el futuro, ¿cómo son, desde el momento en que el pasado, por una parte, ya no existe, y el futuro, por otra, todavía tampoco? El presente, por el contrario, si siempre existiese como presente y no pasase a pasado, ya no sería tiempo sino eternidad. Por lo tanto, si resulta que el presente, para que sea tiempo, pasa precisamente a pasado, ¿cómo podemos decir que existe aquello cuya razón de ser es dejar de ser, de lo que se deduce que no podemos decir que exista tiempo, de no ser porque tiende a no existir?17

San Agustín observa que decimos respecto del pasado o del futuro “mucho tiempo”, pero no lo decimos del presente. Decimos, por ejemplo y hablando del futuro, que es mucho tiempo “dentro de cien años”, y que respecto al pasado “diez días” puede ser poco tiempo. Pero claro, san Agustín se pregunta

¿Pero en qué medida es poco o mucho lo que no existe? De hecho, el pasado ya no existe y el futuro todavía no existe.18

Por eso, san Agustín propone no decir del pasado ni del futuro “es mucho” sino, respectivamente “fue mucho” y “será mucho”.

Más objeciones: el tiempo pasado que fue mucho, lo fue por haber pasado ya o estando todavía presente? Es que solo podía ser mucho cuando existía lo que era mucho; el pasado, en cambio, ya no existía, por lo que tampoco podia ser mucho, porque en absoluto existía.

En consecuencia, no digamos: ≪Duró mucho el tiempo pasado≫ —lo cierto es que no encontraremos que es lo que duró mucho, ya que, desde el momento en que es pasado, no existe— sino digamos: ≪Duró mucho aquel tiempo presente≫ porque al ser presente duraba mucho. Ciertamente, no había pasado todavía para dejar de ser, y por eso era posible que durase mucho. En cambio, después de que pasó, simultáneamente dejó de durar mucho, porque dejó de ser.19

Se plantea a continuación la duración del presente, demostrando que un espacio de cien años no está en el presente, porque un año va después de otro, e igualmente los meses, los días y las horas.

Y una sola hora, en sí misma, transcurre en fugitivas divisioncitas. Cuanto se ha esfumado de ella es pasado; cuanto le resta, futuro. Si se aprecia algo de tiempo en el tiempo que no puede ser dividido siquiera en las partes mas pequeñas de los momentos, ese es el único que puede decirse presente. Este, sin embargo, pasa volando tan precipitadamente de futuro a pasado que no se extiende fraccioncilla alguna.20

La conclusión es que si el presente se extiende, se divide en pasado y futuro, por lo que el presente no tiene espacio alguno.

E indagando sobre si el “mucho tiempo” puede estar en el futuro, san Agustín lo descarta por motivos similares a los anteriores diciendo que

En realidad no podemos decir: ≪es mucho≫ porque no existe aún lo que debería ser mucho, sino que decimos: ≪será mucho≫. .Y cuando lo será? Porque si entonces fuera todavía futuro no podrá ser mucho, porque aún no existe lo que ha de ser mucho. Y si fuera mucho cuando comenzase a existir a partir de su futuro —que todavía no existe— y se hiciera presente para que pudiese ser mucho, ya el tiempo presente, con las voces de antes, a gritos dice que no puede durar mucho.21

Pero no obstante, percibimos los intervalos de tiempo, y los comparamos unos con otros, y decimos que unos duran más y que otros duran menos. Somos capaces de medir cuánto más largo o más corto es tiempo que otro, y decimos que uno dura el doble, o el triple, y que otro es simple, o que uno dura lo mismo que otro. Pero medimos los tiempos que transcurren cuando los percibimos. En cambio, los tiempos pasados, que ya no existen, o los tiempos futuros, que todavía no existen, no podemos medirlos a menos que se pueda demostrar que es posible medir lo que no existe.

En consecuencia, mientras el tiempo está transcurriendo, es posible percibirlo y medirlo; cuando ha pasado, en cambio, es imposible, porque no existe.22

¿Existe entonces solo el presente? Lo cierto es que hay quien vaticina el futuro y quien narra el pasado, y no lo harían de manera veraz si no existiese todo eso, porque sería imposible contemplarlo. Por eso, tanto el futuro como el pasado existen23. Pero ¿dónde?

(...) sé no obstante que, dondequiera que se hallen, no están allí como futuros o pasados, sino como presentes. De hecho, si también allí son futuros, todavía no existen allí; y si allí son pasados, ya no existen allí. Así pues, dondequiera que estén, sean lo que sean, no están sino en presente.24

Cuando se narran hechos pasados verdaderos, no se sacan de la memoria los mismos acontecimientos que pasaron, sino palabras concebidas a partir de las imágenes de aquellos, las que fijaron en el espíritu a modo de huella al pasar a través de los sentidos. Y así, nuestra niñez, que ya no existe, está en tiempo pasado porque ya no existe. Pero su imagen, cuando la revivimos, la observamos en tiempo presente porque se encuentra en nuestra memoria memoria25.

Sobre la capacidad para predecir acontecimientos futuros de modo que sean percibidas con antelación imágenes ya existentes de cosas que todavía no existen, san Agustín observa que que nosotros premeditamos la mayoría de las veces nuestras acciones futuras, y que esa premeditación está en presente y, en cambio, la acción que premeditamos todavía no existe porque es futura. Puesto que es imposible que pueda verse otra cosa que aquello que existe, porque lo que existe no es futuro sino presente, cuando se dice que se ven los hechos futuros, no son ellos, que no existen todavía sino sus causas o indicios que ya existen y, por lo tanto, no son futuros sino ya presentes a la vista. Concebidos en el espíritu, a partir de ellos son predichos los hechos futuros26.

Observo la aurora: predigo que el sol va a salir. Lo que observo es presente, lo que predigo es futuro. No es futuro el sol, que ya existe, sino su salida, que todavía no existe. Sin embargo, esa misma salida, si no la imaginase en mi espíritu tal como ahora mismo cuando digo esto, no la podría predecir. Pero tampoco aquella aurora que veo en el cielo es la salida del sol, por más que la preceda, ni aquella representación en mi espíritu: ambas son contempladas como presentes para que con antelación pueda decirse que aquella va a existir. Por lo tanto, las cosas futuras no existen todavía; y si todavía no existen, no existen; y si no existen, es del todo imposible verlas; pero es posible predecirlas a partir de las presentes, que ya existen y son vistas.27

San Agustín concluye entonces que

no existe el futuro ni el pasado, ni se dice con propiedad: ≪hay tres tiempos, pasado, presente y futuro≫, sino que tal vez se diría con exactitud: ≪hay tres tiempos: presente de los hechos pasados, presente de los presentes y presente de los futuros≫. De hecho, estos tres son algo que está en el alma y que es memoria presente de los hechos pasados, contemplación presente de los presentes y espera presente de los futuros.28

A continuación, san Agustín se pregunta cómo medimos el tiempo, y se plantea una serie de dificultades: no podemos medir el pasado y el futuro, porque no existen, ni el presente, porque no ocupa espacio; como el tiempo discurre de lo que todavía no existe hacia lo que ya no existe a través de lo que no tiene espacio, parece que no hay espacio que medir; y, sin embargo, hablamos de tiempo doble, triple y sencillo...29

Y hablamos de tiempo y tiempo, tiempos y tiempos: ≪¿Durante cuánto tiempo dijo esto aquel?≫, ≪.En cuánto tiempo hizo esto ese?≫ y ≪¡Cuantísimo tiempo hace que no lo he visto!≫ y ≪El doble de tiempo tiene esta sílaba frente a aquella breve simple≫. Así hablamos y lo oímos, y somos entendidos, y entendemos. Son cosas evidentísimas y repetidísimas y, al mismo tiempo, estas mismas se hallan muy ocultas, y es novedoso su descubrimiento.30

El tiempo no es el movimiento de los astros, ni de un cuerpo, porque ambos se mueven en el tiempo. Podemos medir su movimiento, pero es algo diferente a aquello con lo que medimos cuánto dura el movimiento31. San Agustín dice que el tiempo es un desbordamiento32que se mide en el alma.

La impresión que forman en ti las cosas cuando pasan de largo y que permanece cuando ellas han pasado, esa es la que mido como presente, y no lo que ha pasado para que esa impresión se produjese. Esa es la que mido cuando mido los tiempos.33

San Agustín lo explica con el ejemplo del desarrollo de un cántico:

Me pongo a decir un cántico que conozco: antes de comenzar, hago que mi expectación tienda hacia el total; por el contrario, una vez haya comenzado, hago que mi memoria tienda también hacia todo cuanto va arrancando de ella y haciendo pasado, y la vida de esta acción mía se ve estirada en direcciones opuestas: hacia la memoria, por lo que he dicho, y hacia la expectación, por lo que voy a decir. No obstante, queda en presente esa tensión mía, por medio de la cual se hace pasar lo que era futuro para que quede en pasado. Cuanto más y más se va haciendo esto, tanto más, al disminuir la expectación, se va alargando la memoria, hasta que se consuma toda la expectación cuando toda esa recitación, ya acabada, haya pasado a la memoria.34

Por lo tanto, para san Agustín el tiempo no es algo que exista y que se pueda medir objetivamente, sino que se trata de una percepción subjetiva de la conciencia, del alma. El tiempo es una actividad de la mente que no cuenta con una dimensión física que pueda ser medida. Un futuro largo es una larga anticipación, y un pasado largo es un largo recuerdo. Probablemente la física moderna pondría muchas notas a pie de página a lo que se acaba de exponer, pero como reflexión realizada en los tiempos de la caída del imperio romano de Occidente tiene un valor innegable, y por eso la he traído a estas páginas.


Tempus est numerus motus secundum prius ac posterium (Aristóteles, Física, Libro IV, C, 11.)

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1 Obra que no ha llegado hasta nosotros.

2 San Agustín: La ciudad de Dios, en Obras de san Agustín, vol. XVI. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid 1958.

3 San Agustín: Confesiones, págs. 181-182. Biblioteca clásica Gredos núm. 387. Editorial Gredos, SA. Madrid 2010. Las citas se harán a partir de esta edición.

4 id., págs. 401-402.

5 En una nota a pie de página de la edición de las Confesiones de Plaza y Janés, primera edición de 1961 (pág. 474), que sí que los recoge, se señala que Los libros XI, XII y XIII (...) no suelen figurar en las ediciones corrientes de las Confesiones de San Agustín (...).

6 Confesiones, op. cit., pág 549.

7 id., pág. 550.

8 id., pág. 552.

9 id.

10 id. pág.503.

11 id., pág. 553.

12 id., págs. 556-557.

13 id., pág. 558.

14 id., págs. 558-559.

15 id., pág. 559.

16 id., pág. 560.

17 id.

18 id., pág. 561.

19 id.

20 id., págs. 562-563.

21 id., pág. 563.

22 id., pág. 564.

23 id.

24 id.

25 id., pág. 565.

26 id.

27 id., pág. 566.

28 id., pág. 567.

29 id., págs. 567-568.

30 id., pág. 569.

31 id., pág. 573.

32 id., pág. 575. En otras ediciones, una extensión. La palabra latina es distentio, es decir, expansión en direcciones opuestas, que hace referencia a un movimiento centrifugo del alma cuando no goza de la estabilidad de la contemplación de Dios, desde sí misma hacia la diversidad temporal en variadas direcciones y opuesto al movimiento de concentración o repliegue, la intentio. (De la nota a pie de página 108).

33 id., pág. 378.

34 id., pág. 579-580.


 

03/05/2025

Schopenhauer III El mundo como voluntad

 

Como hemos visto en el post anterior, Schopenhauer finaliza la primera parte de El mundo como voluntad y representación[1] con una proclama altamente pesimista de que la vida es sufrimiento. Esta tesis es desarrollada ampliamente en la segunda parte de la obra, El mundo como voluntad, en la que analiza el papel de la voluntad en la realidad.

Schopenhauer nos ha explicado que lo que conocemos son representaciones, pero queremos saber qué significado tienen y si el mundo es algo, más allá de la representación. Se trata de investigar un objeto distinto de la representación, al que no son aplicables las formas y leyes de esta porque partiendo de lo exterior no puede llegar a ser conocida la esencia de las cosas[2].

Para la persona humana, el conocimiento del cuerpo es una representación, como todas las demás, un objeto más. Desde este punto de vista, sus movimientos serían conocidos por el sujeto de la misma manera que los cambios de los diferentes objetos. La representación ofrece una visión de las cosas desde fuera, lo que nunca nos permitirá acceder a la esencia de las cosas. La representación no proporciona nada que nos permita ver fuera de ella, más allá de lo estrictamente físico.

Vemos, pues, ahora, que partiendo del exterior no se puede llegar a conocer la esencia de las cosas; de cualquier manera que se intente no se obtendrá más que imágenes y nombres. Se hace así lo propio que el que da vueltas alrededor de un castillo buscando en vano la entrada, y entretanto, bosqueja las fachadas. Este ha sido, sin embargo, la senda seguida por todos los filósofos hasta el día.[3] 

El hombre es algo más que un mero sujeto de conocimiento, porque forma parte del mundo como individuo. Su conocimiento del mundo, la representación, tiene como condición al cuerpo en sus impresiones[4]. Si solo fuésemos meramente conocedores, el propio cuerpo sería un objeto más, una representación como todas las demás, pero somos algo más que conocedores, porque tenemos un cuerpo que conocemos desde dentro, a diferencia de los demás objetos que conocemos solo como representaciones, desde fuera. Con esa mirada hacia adentro descubrimos que la voluntad es el mecanismo íntimo de nuestro ser, de nuestras acciones y de nuestros movimientos.

El sujeto conociente, cuya individuación resulta de su identificación con el cuerpo, conoce a este de dos maneras distintas. Primero, como representación intuitiva en su entendimiento, como objeto entre los objetos (…); y luego, como algo conocido directamente de cada uno y designado con el nombre de voluntad. Todo acto real de su voluntad es al mismo tiempo e infaliblemente un movimiento de su cuerpo (…). El acto de volición y la acción del cuerpo (…) son una misma cosa (…).[5] 

De modo que la acción del cuerpo no es más que el acto de la voluntad objetivado. El cuerpo entero no es más que voluntad objetivada, es decir, convertida en representación, de ahí que se pueda decir en un cierto sentido que la voluntad es el conocimiento a priori del cuerpo, y el cuerpo el conocimiento a posteriori de la voluntad.

Todo acto verdadero, efectivo, inmediato de la voluntad, es manifestado al mismo tiempo e inmediatamente por una acción del cuerpo; y de igual manera todo lo que impresiona al cuerpo impresiona al mismo tiempo y directamente a la voluntad; a este título la impresión se llama dolor cuando es opuesto a la voluntad, y bienestar o placer cuando es conforme con ella.[6]

El dolor y el placer no son representaciones, sino afecciones directas de la voluntad que se manifiestan en el cuerpo, que es su fenómeno: son un querer o no querer la impresión experimentada por el cuerpo.

Schopenhauer afirma la identidad del cuerpo y la voluntad porque el conocimiento que tengo de mi voluntad es inseparable de mi cuerpo[7]. El cuerpo es condición para el conocimiento de la voluntad, sin el cual esta no se puede concebir.

Puede decirse indiferentemente: mi cuerpo y mi voluntad son una misma cosa; o lo que a título de representación intuitiva llamo mi cuerpo, lo llamo, en cuanto lo conozco de una manera diferente y no comparable a otra alguna, mi voluntad; o bien, mi cuerpo es la objetivación de mi voluntad; o mi cuerpo, abstracción hecha de aquello en que es mi representación, no es más que mi voluntad, etc.[8]

El cuerpo es, por lo tanto, igual que los demás objetos del mundo visible, una representación del sujeto, pero además, y a diferencia de los otros objetos, puede ser conocido de otra manera diferente como voluntad.

Este doble conocimiento de nuestro cuerpo nos da sobre él, sobre sus actos y sus movimientos en virtud de motivos, como sobre su sensibilidad a las influencias exteriores, en suma, sobre lo que es fuera de la representación, esos esclarecimientos que no podemos obtener directamente sobre la esencia, la actividad y la pasividad de los demás objetos reales.[9]

El doble conocimiento de la esencia y de la actividad de nuestro cuerpo nos ha de servir de clave para conocer la esencia de todos los fenómenos de la naturaleza y para juzgar por analogía con nuestro cuerpo todos los demás objetos que conocemos como representaciones[10]. Puesto que fuera de la voluntad y de la representación no podemos concebir nada, hemos de atribuir al mundo material lo mismo que hallamos en nosotros mismos.

Para que pueda ser alguna cosa más que nuestra representación es necesario que afirmemos que, además de esta nuestra representación, es necesario que afirmemos que, además de esta nuestra representación, es en sí, y en cuanto a su esencia íntima, la misma cosa que hallamos inmediatamente en nosotros como voluntad.[11]

Evidentemente, no se puede aplicar al mundo natural, a los animales y hasta a la piedras un concepto de voluntad como la que experimenta el hombre. El resto de los seres no quieren como quiere el hombre. Schopenhauer considera que hay un principio que se manifiesta en todos los seres de la naturaleza que es el afán por la vida y por mantenerse en la existencia, que es la esencia íntima de todos los seres y que es, además, una condición previa. Por eso, Schopenhauer propone estudiar la voluntad de cerca, para descartar lo que no le es propio, lo que pertenece a su fenómeno.

Por consiguiente, cuando diga: la fuerza que hace caer la piedra es en su esencia, en sí i fuera de toda representación, la voluntad, no habrá que dar a esa proposición la significación absurda de que, por manifestarse la voluntad del hombre bajo aquella forma, se mueva también la piedra por motivos conscientes.[12]

La voluntad de vivir se encuentra en todos los seres existentes, y es una forma común entre el hombre y el resto de los seres.

Y no solo en los fenómenos, semejantes en todo al suyo, de los demás hombres y de los animales, descubrirá esa misma voluntad como esencia íntima; sino que, reflexionando un poco, llegará a reconocer que la universalidad de los fenómenos tan variados en la representación tiene una sola y única esencia, la misma que le es conocida íntima e inmediatamente mejor que otra alguna, aquella, en fin, que en su manifestación más aparente toma el nombre de voluntad. La verá en la fuerza que hace crecer y vegetar a la planta, y cristalizarse al mineral, que dirige hacia el Norte a la aguja imantada; en la conmoción que experimenta cuando dos metales heterogéneos se ponen en contacto; la hallará en las afinidades electivas de su cuerpo, manifestándose bajo la forma de atracción o de repulsión, de combinación o de descomposición, y hasta en la gravedad que obra con tanto poder sobre toda la materia y atrae la piedra hacia la tierra y la tierra hacia el sol.[13]

Schopenhauer reconoce que hasta el momento en que él escribe no se han considerado como manifestaciones de la voluntad más que los cambios cuya causa es un motivo, y que por eso hasta entonces no se ha atribuido voluntad más que a los hombres y quizás en alguna medida a los animales. Schopenhauer considera que el instinto y la industria de los animales demuestra que la voluntad actúa incluso cuando no hay conocimiento. De este modo, los animales actúan como si estuviesen guiados por un motivo, pero lo desconocen, puesto que la voluntad puede obrar inconscientemente.

El pájaro de un año no tiene conocimiento alguno de los huevos, para los cuales prepara el nido; la araña no conoce la presa para la cual tiende su tela, ni la hormiga-león, la hormiga cuya fosa ha cavado; la larva del ciervo volante busca en el bosque, donde va a experimentar su metamorfosis, un agujero que, cuando ha de salir de él un macho, es doble que el destinado a una hembra, a fin de reservar espacio para los cuernos, de los cuales no tiene la larva representación alguna.[14]

En los animales obra la voluntad, pero una voluntad ciega a la cual acompaña el conocimiento pero no la dirige, de modo que la representación, como motivo, no es esencialmente una condición necesaria para la actividad de la voluntad.

En el hombre esta misma voluntad trabaja también ciegamente en todas las funciones del cuerpo que no están gobernadas por la conciencia, en todos los procesos vitales y negativos, tales como la digestión, la circulación de la sangre, la secreción, el crecimiento, la reproducción.[15]

De hecho, la ausencia de fines y límites pertenece al ser de la voluntad en sí, que es una aspiración infinita[16]. La voluntad, que es voluntad de vivir, está en todos los seres y consiste en un esfuerzo infinito que no puede conseguir nunca la satisfacción.

(…) la voluntad, en todos los grados de su fenómeno, desde los más bajos a los más elevados, carece de mira final: que aspira siempre, porque su esencia es únicamente una aspiración perpetua a la cual no puede poner término fin alguno que consiga; que, por tanto, no puede ser finalmente saciada, y que solo los obstáculos pueden suspenderla, más en sí se prolonga hasta el infinito.[17] 

Schopenhauer lo ejemplifica con el más simple de todos los fenómenos naturales, la gravedad, que no cesa de aspirar e impulsar hacia un punto central sin extensión, y también con la vida e la planta, que es un incesante impulso a través de formas cada vez más elevadas, hasta que el punto final, la semilla, se convierte de nuevo en punto de inicio, y que se repite hasta el infinito.

Todo esto se repite indefinidamente; no hay fin en parte alguna, ni jamás satisfacción final, ni punto de reposo.[18]

Esta aspiración de todas las cosas es idéntica a lo que en el hombre se llama voluntad, que es donde se manifiesta más claramente y a la luz de la conciencia más perfecta[19]. Cuando aparece un obstáculo entre la voluntad y su fin actual, este impedimento se llama dolor. La consecución del fin es la satisfacción, el bienestar o la felicidad.

Toda aspiración nace de una necesidad, de un descontento del estado presente, y por tanto, es un dolor, mientras no se ve satisfecha. Mas no hay satisfacción duradera, puesto que es el punto de partida de una nueva aspiración, estorbada siempre, siempre en lucha y causa siempre de dolores. Jamás hay descanso final para ella, y por tanto, jamás encuentra límites ni término el dolor.[20]

Esto convierte a la existencia en algo trágico, porque se desea continuamente, se obtiene por momentos y se vuelve a desear, en un ciclo perpetuo de carencia, satisfacción y frustración.

Querer y aspirar: he aquí toda su esencia, semejante por completo a una sed que nada puede calmar. Mas la base de todo querer es la falta de algo, es a indigencia, o sea el dolor. Por su origen y por su naturaleza el querer está condenado al dolor.

Además, la satisfacción del deseo no es una satisfacción plena, porque una vez alcanzado su objeto se produce el aburrimiento por el vacío de la voluntad desocupada

A falta de objetos que desear, cuando los consigue rápidamente, se apodera de él un vacío aterrador, el aburrimiento (…). La vida oscila, como un péndulo, entre el dolor y el hastío, que son, en verdad, sus elementos constitutivos.[21]

Los incesantes esfuerzos por desterrar el dolor solo consiguen que cambie de forma. Esta forma es originariamente carencia, necesidad, inquietud por la conservación de la vida. Si se consigue eliminar el dolor en esa forma, cosa que se mantiene con gran dificultad, enseguida se presenta en otras mil distintas según la edad y las circunstancias[22]. Pero dado que el dolor es esencial a la vida y está determinado en su grado por la naturaleza del sujeto, los cambios repentinos no pueden en realidad modificar tal grado debido a que siempre son externos.

Otra fuente del dolor deriva del hecho de que aunque somos una voluntad absoluta, el velo de Maya nos induce a actuar como individualidad frente al resto del universo, del que surge un estado de hostilidad general en que unos causan daño a otros.

La vista grosera del individuo está turbada por lo que los indios llaman el velo de Maya; en lugar de la cosa en sí no ve más que el fenómeno en el tiempo y el espacio (…). Con un modo de conocimiento tan limitado no descubre la esencia de las cosas, que es una; no ve más que los fenómenos que se le presentan aislados, separados, innumerables, variados y hasta opuestos (…)[23]

El hombre ve el mal y la maldad en el mundo, pero lejos de saber que ambos no son más que aspectos diferentes del fenómeno de la voluntad de vivir única, los toma por muy distintos y hasta opuestos; y con frecuencia intenta con la maldad, es decir, causando el sufrimiento ajeno, sustraerse al mal, esto es, al sufrimiento de la propia individualidad.

Para Schopenhauer la salvación del hombre consiste en negar la voluntad, es decir, dejar de desear.

(…) se puede llamar, en sentido figurado y metafóricamente bien absoluto (summum bonum) al querer cuando se suprime y se niega a sí mismo, a la verdadera ausencia de volición, que es lo único que apacigua y ahoga para siempre la voluntad y lo único que da esa satisfacción que nada puede venir a turbar, y que nos redime del mundo (…).[24]

La negación de la voluntad, según Schopenhauer, puede alcanzarse por tres vías:

·        La contemplación estética

·        La compasión

·        El ascetismo

Con la contemplación estética nos liberamos momentáneamente del querer porque nos convertimos en puro sujeto de conocimiento y el individuo desaparece como ser deseante. En el paso del conocimiento ordinario de las cosas particulares al de las ideas

el conocimiento se arranca del servicio de la voluntad; el sujeto deja de ser puramente un individuo y se convierte en un sujeto conociente puro e involuntario, que no se preocupa ya con las relaciones fundadas sobre el principio de razón, sino que reposa y se absorbe en la contemplación del objeto que se ofrece a él, fuera del encadenamiento con los demás objetos.[25]

Las ideas son el objeto de la contemplación estética. El placer estético lleva consigo la liberación del conocimiento respecto del servicio de la voluntad, el olvido de su propio yo como individuo y la elevación de la conciencia al sujeto del conocimiento puro, involuntario, intemporal e independiente de toda relación. El arte, como obra del genio, es la clase de conocimiento que considera lo único que es verdaderamente esencial en el mundo y existe al margen e independientemente de toda relación, el verdadero contenido de sus fenómenos que no está sometido al cambio y cuyo conocimiento es por tanto igualmente verdadero en todo tiempo, que son las ideas, que son la objetividad inmediata y adecuada de la cosa en sí, de la voluntad.

El arte concibe y reproduce por medio de la contemplación pura las ideas eternas, lo que hay de esencial en todos los fenómenos de este mundo; y según la materia de que se sirve para esta reproducción, constituye las artes plásticas, la poesía y la música.(…) Podemos, pues, definir el arte, diciendo que es la contemplación de las cosas independientemente del principio de razón, en oposición a aquella otra contemplación que se halla sometida a dicho principio y que es la de la experiencia y la de las ciencias.[26]

Schopenhauer nos habla del arte como modos de presentar la idea fuera de tora relación con la voluntad, y entre las artes, destaca la arquitectura y la escultura, la pintura, la poesía y la tragedia, pero pone en un punto y aparte a la música, porque así como las otras artes representan ideas, la música representa la voluntad misma, porque no copia el mundo de los fenómenos sino que expresa su esencia.

(La música) es un arte tan elevado y tan admirable, obra tan poderosamente sobre el sentimiento más íntimo del hombre, la comprendemos tan a fondo y tan enteramente, como una lengua universal cuya claridad supera hasta la del mundo intuitivo (…).[27]

Pero la contemplación estética es un remedio temporal al dominio de la voluntad, porque se limita al momento en que desaparece la ansiedad y el deseo[28].

Para hablar de la compasión, Schopenhauer anticipa que la negación de la voluntad tiene un origen común con toda bondad, amor, virtud y nobleza[29]. Nos dice que el odio y la maldad están condicionados por el egoísmo y este se basa en un conocimiento sumido en el principio de individuación, y que el origen y la esencia de la justicia, y cuando va más allá, del amor y la nobleza consiste en traspasar el principio de individuación, que es lo único que, al eliminar la diferencia entre el individuo propio y ajeno, hace posible y explica la perfecta bondad del espíritu que llega hasta el amor más desinteresado y el más generoso sacrificio de sí mismo.

Cuando se descorre el velo de Maya, cuando se penetra más allá del principio de individuación y el hombre no establece ya una distinción egoísta entre su persona y el resto del mundo; cuando toma parte en los dolores de otro como si fueran suyos y llega de esta suerte, no solo a ser caritativo en el supremo grado, sino hasta a hallarse dispuesto a sacrificar su persona, si así puede salvar a muchos otros, sucederá naturalmente que este hombre que se reconoce en todos los seres y que descubre su esencia íntima y verdadera en todas las criaturas deberá considerar también como propios los padecimientos infinitos de todo lo que respira y apropiarse así el dolor universal. No habrá miseria que le sea indiferente en lo sucesivo.[30]

La actitud del que traspasa el principio de individuación y que adquiere el conocimiento de las cosas en sí se convierte en aquietador de todo querer. Ahora la voluntad se aparta de la vida y siente escalofríos ante sus placeres, en los que reconoce su afirmación[31].

El ascetismo es un paso más en la superación de la sujeción a la voluntad. La justicia y la compasión amortiguan pero no eliminan el dolor porque coexisten con la afirmación de la voluntad. En el ascetismo se produce una negación directa e intencionada de la voluntad. Al asceta ya no le basta con amar a los demás como a sí mismo y hacer por ellos tanto como por sí, sino que en él nace un horror hacia la voluntad de vivir, que es la esencia de aquel mundo que ha visto lleno de miseria. Por eso niega aquel ser que se manifiesta en él y se expresa ya en su propio cuerpo, y su obrar desmiente ahora su fenómeno entrando en clara contradicción con él. No siendo en esencia más que fenómeno de la voluntad, cesa de querer cosa alguna, se guarda de cualquier apego de su voluntad y busca consolidar en sí mismo la máxima indiferencia frente a todas las cosas[32].

La vida ascética se manifiesta más todavía en la pobreza voluntaria e intencional, no en esa pobreza que sobreviene per accidens, por haber empleado lo que se poseía en mitigar los dolores ajenos, sino la pobreza como fin, por sí misma, destinada a servir de mortificación constante de la voluntad, a fin de que la satisfacción de los deseos y las dulzuras de la vida no vengan de nevo a excitar el querer, que el conocimiento de nosotros mismos nos ha hecho aborrecer.[33]

Quien ha llegado a ese punto sigue todavía sintiendo la disposición al querer de cualquier clase, pero la reprime intencionadamente al forzarse a no hacer nada de lo que querría hacer y, en cambio, hacer todo lo que no querría, aun cuando ello no tenga otro fin que precisamente el de servir a la mortificación de la voluntad. Dado que él niega la voluntad misma que se manifiesta en su persona, no se resistirá cuando otro cometa contra él una injusticia: soporta tal afrenta y sufrimiento con paciencia y sin ostentación devuelve bien por mal y no permite que se reavive en él el fuego de la ira ni el de los deseos[34].

Schopenhauer nos ofrece una visión muy pesimista de la vida, probablemente como consecuencia de malas experiencias vividas personalmente y del contexto social y cultural de su época contra el que se rebeló. Con ello introdujo el concepto de voluntad como fuerza vital que lo anima y empuja todo, argumentos nuevos que serían desarrollados en el futuro, y que no habían sido advertidos por sus antecesores quienes, conscientemente o no, adoptaron posturas mucho más optimistas. Pero no dejó de proponer alternativas y remedios, siquiera fueran parciales, para hacer frente a un panorama tan poco sugestivo. Su lectura sugiere una reflexión personal.



[1]  El mundo como voluntad y representación, vols. I y 2. Ediciones Orbis. Barcelona 1985

[3]  id., págs. 100-101.

[4]  id., pág. 101.

[5]  id.

[6]  id., pág. 102.

[7]  id., pág. 103.

[8]  id., pág. 104.

[9]  id.

[10]  id. pág. 105.

[11]  id., pág. 106.

[12]  id.

[13]  id., págs. 109-110.

[14]  id., pág. 113.

[15]  id.

[16]  id., pág. 156.

[17]  id., vol. II, pág. 127.

[18]  id.

[19]  id., pág. 128.

[20]  id.

[21]  id., pág. 130.

[22]  id., pág. 132.

[23]  id., pág. 164.

[24]  id., pág. 173.

[25]  id., págs. 16-17.

[26]  id., pág. 22.

[27]  id., pág. 83.

[28]  id., pág. 33.

[29]  id., pág. 186.

[30]  id.

[31]  id., pág. 187.

[32]  id., págs. 187-188.

[33]  id., pág. 189.

[34]  id.


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